Primero, señalar algo como punto de partida: durante las últimas tres décadas Chile vivió uno de los procesos de modernización más intensos en toda su historia, quizás el más profundo, continuado, y revolucionario. Tal revolución económica, productiva, social, cultural, ha tenido como marca el neoliberalismo, entendido éste como un programa político que terminó siendo hegemónico a nivel mundial llevando como consigna el remover todo tipo de obstáculos al libre desenvolvimiento de un capitalismo desenfrenado, radical, que llega a cubrir crecientes esferas de la vida social, teniendo como fin sencillamente mercantilizarlo y privatizarlo todo, incluso la esfera “pública”, la política, el Estado, el tiempo libre y el ocio. Para el programa político neoliberal, las comunicaciones, la infraestructura de transportes y conectividad de los territorios, la energía y los servicios básicos, y todo lo que se pueda poner en manos de los grandes conglomerados y grupos económicos, debe ser controlado, administrado, y gobernado por ellos, o lo que es lo mismo, debe ser puesto en función de las dinámicas del capital y su rentabilidad y beneficio.
En Chile, una subjetividad y un sentido común funcionales a tal desarrollo fue avanzando poco a poco, cuestión facilitada y promovida por un acceso a bienes de consumo inédito en toda nuestra historia, y un no menor aumento en las capacidades adquisitivas de una franja importante de la sociedad. En algo más de tres décadas, un proceso de modernización radical y profundo, sustentado por un disciplinamiento y una despolitización social muy eficaz (vía militar primero, vía mercado después), y un impresionante despegue de la actividad extractiva-exportadora, pavimentada por la apertura económica y los cuantiosos recursos naturales de nuestro territorio.
En términos políticos, si bien es cierto que desde hace ya un buen tiempo que tal armazón neoliberal viene mostrando sus falencias e insuficiencias a vista de todo el que quiera verlas, lo cierto es que, a grandes rasgos, el esquema de gobernabilidad instaurado a fines de la dictadura militar a mediados y fines de los años ochenta, ha seguido bastante al mando de la escena política del país. Mientras la sociedad ha vivido cruciales procesos de maduración y cambios sociales y culturales en su seno, quienes controlan la institucionalidad política y el reparto de poder se han mantenido intactos, incluso en una actitud de ofensiva y desafío ante todo el que quiera modificar las reglas, reglas dictadas bajo estado de sitio, como la propia Constitución y una buena parte del sistema legal e institucional de nuestro país.
Por su parte, las reformas y políticas públicas de perfil más “progresista” que han logrado instaurar los gobiernos concertacionistas más bien refuerzan ese esquema de gobernabilidad, y cuando traen bienestar social a las mayorías, aliviando las múltiples precariedades y desigualdades a las que nos lleva la dinámica mercantilista-neoliberal, lo hacen dejando intactos los mecanismos de individualización y dispersión social, y una cultura consumista y controlada mediáticamente cierra un escenario político bastante totalitario y dramáticamente concentrado en un sector muy reducido y específico de la sociedad, que justamente coincide con la elite de los triunfantes de 1973.
Nuevamente, la guerra y la política sucesivas y en permanente remezcla, en un proceso histórico con una etapa más militar-policial, sostenida por la fuerza y disciplinante, vía fuerza y control sobre la muerte, y otra más civil-mercantil, profundizada por las dinámicas sociales que causa el mercado capitalista, y sostenidas por una gobernabilidad más seductora que directamente represiva, un mayor control sobre las vidas y las subjetividades, que van moldeando a ambas en función de esa actividad extractiva tan pujante como desoladora, tanto para el mapa ambiental como social de nuestro territorio, como para la conciencia de todo ser humano que se cuestione seriamente los “por qués” y “para qués” y “hacia dóndes” de este modelo de producción en que vivimos y trabajamos, en cotidianas tranquilidades. Una “paz neoliberal” frágil, relativa, contradictoria, como queda tan claro cuando bajo nuestro nos damos cuenta de la fragilidad de la tierra donde pisamos y vivimos. Y más aún, del tipo de “pacto social” (si es que cabe llamarlo así) sobre el cual construimos nuestra vida en sociedad.
Pues bien, todo eso es lo que creo, quedó de manifiesto, como nunca antes en la historia reciente de Chile, con el terremoto y tsunami del 27 de febrero de 2010. Bien pueden mencionarse algunos antecedentes o hitos que fueron anunciando lo que se venía incubando en nuestro país, desde abajo, muchas veces silenciosamente, en los procesos, “hechos” y asuntos que no mencionan y mucho menos se explican desde la ideología dominante o el aparataje mediático oficial. Ahí estuvo la gigante movilización de los estudiantes el 2006, donde se manifiesta políticamente un sujeto social expresivo de todas esas nuevas generaciones excluidas del sistema político formal, esas en las que, hoy en día, llegan a ser 4 millones de jóvenes sin inscribirse en los registros electorales (el 40% de los mayores de 18 años que no participa de las elecciones). O el progresivo abandono social al conglomerado de la Concertación y su reciente derrota electoral, que a pesar de haber terminado sus mandatos con una Presidenta con altísimo apoyo popular no logra más del 29% de los votos en primera vuelta (con una candidatura independiente que inéditamente logró un 20%, rompiendo el esquema de las dos coaliciones), y le entrega el mando del país a una derecha directamente venida de las altas familias, la oligarquía, el patriciado, la nueva tecnocracia o burocracia privada de los grandes grupos económicos.
Muy lejos de los objetivos propuestos de democratizar el país, pues más bien ha modelado nuevas desigualdades o nivelaciones por vía del consumo, o, en el programa de su última presidenta, de impulsar un “gobierno ciudadano”, la Concertación termina sus 20 años en medio de un desastre donde quedan de manifiesto todos los detalles que venían creciendo, silenciosamente, bajo el tan alardeado “milagro chileno”. Para peor, con el gobierno en manos de los que viven y piensan como si el planeta y la especie no requirieran, de manera urgente, la invención de una política que deje atrás el “mas mercado y capitalismo” en que ha terminado, más allá de sus declaraciones, esta tan revolucionaria modernización para nuestros países y pueblos, y para el planeta entero.
Y por añadidura del terremoto y tsunami, tensionada, por un lado, por las tendencias que la llevan a sumarse a un gobierno de “unidad nacional” al que la convoca la derecha piñerista, o bien optar por “ser oposición” y volver a los perfiles progresistas que supuestamente la configuraron en su momento, y que un sector de ella intenta captar desde dentro de la coalición, y otro, creciente, ya por fuera de los márgenes del conglomerado, y a la búsqueda de una nueva fuerza política construida con los otros actores que han estado fuera del esquema político vigente hasta ahora.
Ahí, mayoritariamente fuera de tal esquema y alejada de los centros de decisiones y de poder, una ciudadanía golpeada por procesos y acontecimientos que van tan rápido y radicalmente que muchas veces le cuesta madurar y procesar en su propio beneficio, aturdida con los cambios provocados por su inserción en los procesos de globalización de la producción capitalista en curso, va generando distintas respuestas, muchas de ellas siguiendo las lógicas de lo establecido, reforzando su continuidad y profundización. Pero otras, siempre por extraños y difíciles caminos, vienen tomando y adquiriendo su propia memoria y conciencia histórica, y tomando posiciones y opciones políticas por fuera y/o en contra del actual esquema, y los sucesos de este verano, aunque marcan una inflexión en los tiempos de ese proceso, radicalizándolo, son simplemente expresión y resultado de lo que hemos venido viviendo todo este tiempo: la instauración de una radical modernización capitalista en la era de su globalización y bajo el signo del programa político neoliberal.
Lo anterior, no quita el carácter de hitos de las fechas recién pasadas. La primera vuelta electoral del 13 de diciembre, la segunda del 17 de enero, y este 27 de febrero, son de manera muy probable, el itinerario de unos meses donde se dio comienzo al fin de la gobernabilidad pactada a fines de los ochenta. Veía venirse, pero pocos pensaron que sería, como otras veces en este pedazo de tierra, tan extremo y tan lleno de sufrimientos e irracionalidades.
Dedicado a nuestros muertos, con la esperanza y la voluntad de transformación intactas.
Héctor Testa Ferreira.
Publicado en: Mapuexpress – Informativo Mapuche
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